martes, 15 de agosto de 2017

Fuego negro

                                                                              Para un cachorro de lobo del norte.


   La noche era cerrada. No había ni una luz en el cielo y el negro de la noche se unía con el negro de la tierra, haciendo un manto negro aterciopelado que cubrió al pequeño pueblo de San Vicente. En la ladera del pueblo se ven algunas luces que rompen la negrura. Una de ellas iluminaba a un hombre joven, de unos 25 años, de piel morena, de manos callosas y piernas fuertes. El joven se llama José Isabel. Mirando al cielo tiro la colilla de su cigarro al piso, y dio un sorbo al pocillo de peltre, lleno de café que sostenía en su otra mano. A lo lejos, se escuchó el aullar de un lobo. El sonido nítido inundó la noche como una brisa que llegaba a todos lados. La voz de un anciano sonó desde uno de los cuartos de adobe a espaldas del hombre. – José, entra a la casa. El nahual anda rondando el cerro- El joven se levantó y de un trago se terminó el resto del café. Camino hacia el cuarto pero se detuvo antes de entrar. Sintió la mirada de alguien en su nuca. Los vellos de sus brazos morenos se erizaron. Volteó, y solo alcanzo a ver la noche negra como ala de cuervo.
No puedo ver un par de ojos negros que a la distancia lo observaban.
El día era hermoso, el cielo despejado dejaba caer los rayos del sol sobre la espalda fuerte y morena de Raúl, mientras cepillaba el cuello de un caballo. Raúl era un gran amigo de José. Llego al pueblo apenas unas tres semanas antes, pero en esa semana se ganó la amistad de José. Era un joven grande, de cabello negro y barba crecida. Un joven noble y de ojos de mirada noble. Su piel apiñonada contrastaba con la crin del caballo, que brillaba a la luz del sol, con reflejos de color miel y canela. José  camino hacia  el caballo, y saludo a Raúl con una palmada en la espalda.
-Hola José, ya está listo el caballo pa que practiques pa la carrera-
-Que chingon te quedo Raúl, ensíllalo pa que de unas vueltas-
Raúl le coloco el sarape y la silla de montar al caballo. Y mientras preparaba el freno y las riendas para el caballo, miraba a José sentado en un tronco de árbol. Él se quitaba sus huaraches de piel negra y se colocaba sus botines de color miel. Las espuelas lanzaban tímidos destellos al colocárselas. José se quitó la camisa y se puso una camiseta de tirantes. Raúl no dejaba de ver su cuerpo moreno, sus brazos fuertes y su bigote negro. José se apoyó en el estribo izquierdo y subió al caballo. Tomo las riendas y animo al caballo a caminar un poco.
Raúl admiraba como montaba José. Erguido, la cabeza alta, la mano segura tomando las riendas, las piernas fuertes abrazando al caballo. Comenzó a fustigar al caballo con el fuete y dio algunas vueltas con el caballo. Raúl no podía dejar de verlo. Solo eso podía hacer. No podía decirle a José el profundo deseo que sentía por él. Hace muchos años que Raúl había aceptado que deseaba a otros hombres, y deseaba ese cuerpo masculino y viril. Deseaba sentir sus manos por su cuerpo, sentirlo su aliento en su boca, y besar cada parte de su cuerpo.
Pero eso jamás seria. José  estaba casado, y era padre de una hermosa niña. Jamás podría estar con él.
Raúl sintió un fuetazo ligero en su espalda y vio a José a su lado. –Oye Raúl, despierta, o te daré unos fuetazos. -  y le dio otro fuetazo cariñoso-
Raúl se volteo hacia José – No me vas a domar con esos golpecitos jajajajaja- Raúl sujeto las rindas del caballo y José desmonto rápidamente.
Por la noche José caminaba por la calle del pueblo rumbo a su casa. Algunas estrellas brillaban en el cielo y algunas luces en la puerta de dos o tres casas iluminaban algunos trechos de la calle. Abrió el portón de su casa y camino por el patio. Se detuvo para encender un cigarrillo, y mientras sacaba el cigarrillo del paquete, escucho unos pasos suaves. Miro a todos lados pero no vio a nadie. Un aullido de lobo se escuchó cerca al principio, y después se alejó poco a poco. La noche se tornó fría.
El día de la carrera, José llego a las afueras del pueblo, acompañado de Raúl y algunos más para competir. Mientras el dueño del caballo se fue para hacer la inscripción, Raúl ajustaba las correas de la silla de montar. Mientras ajustaba las bridas, miraba a José quitarse sus huaraches de piel negra y reluciente, y ponerse sus botines color miel. Raúl se acercó y se puso de rodillas para colocarle las espuelas a José. Sentir la piel tibia de los botines fue algo que despertó una increíble sensación en Raúl. Mientras estaba de rodillas Raúl levanto la mirada, y por un segundo, se perdió en el universo color miel oscuro de los ojos de José.
Raúl se hizo a un lado y vio cómo su amigo se levantaba y caminaba hacia el caballo. José levanto el pie izquierdo y se apoyó firmemente en uno de los estribos y se impulsó con las manos hasta sentarse sobre el caballo. Se acomodó en la silla. Raúl le miraba hipnotizado, cada movimiento, cada musculo de sus fuertes brazos, de sus piernas, la firmeza de sus manos mientras sujetaba y tensaba las riendas. El caballo respondió y comenzó a caminar a la línea de salida. Como en sueños, Raúl se acercó a la valla para ver la carrera. Desde su lugar todo lo que podía ver era a José espueleando al caballo, miraba como el fuete volaba alrededor del jinete, y como apretaba las piernas apresando al animal entre ellas. Si el caballo gano o perdió, eso no fue importante. Nada era más importante que aquel hombre sudoroso que regresaba montado en un caballo. Un hombre fuerte y poderoso que dominaba entre sus piernas a un animal más pesado, fuerte y rápido que él. Un hombre que lo tenía sometido a su voluntad con su fuete y sus espuelas. Raúl sintió la mirada del caballo, y entonces cruzaron miradas por lo que pareció una eternidad.
Por la noche Raúl y José se encontraban sentados bajo la luz amarillenta de un foco, cubiertos con sarapes, tomando café, mientras contemplaban la silueta negra del cerro frente a ellos. José contaba cómo había manejado su caballo en la carrera. Raúl solo podía ver los labios gruesos, el bigote, y los brazos requemados por el sol de José. Sus piernas fuertes que sujetaban caballos y sus pies fuertes y terrosos  en sus huaraches de piel negra, que se apoyaban fuerte en los estribos.
- En serio fue muy chingon correr ese caballo. Ojala yo tuviera uno. Lo entrenaría, y lo domaría para ser un campeón.- Decía José.
-Buenas noches- Dijo una voz rasposa detrás de ellos. - Buenas noches Don Chavelo- Respondió Raúl.
- Muchachos ya es hora de ir a dormir – Dijo Don Chavelo –
- Si papá – Dijo José.
- Bien muchachos, acaben su café y a dormir – Dijo Don Chavelo – Y por cierto Raúl, vete con cuidado a tu casa. En estas noches se escucha un lobo andar por el monte. Y ese no es un lobo, es un nahual que anda rondando el pueblo. –
-Pero papá- Protesto José – ¿Seguro que es un nahual? –
- Si hijo, un nahual es un hombre que se puede transformar en cualquier animal, porque anda buscando algo o a alguien. Los nahuales son como brujos, tiene magia, algunos no son malos, pero otros solo buscan lastimar. A las brujas las puedes ver por la noche, porque son esas bolas de luz que se ven moverse por los montes, buscando alguien a quien llevarse. Pero los nahuales son más difíciles de ver. Porque solo sabes que es un nahual cuando los ves convertirse en animal, o porque suenan como tristes. El lobo ha estado aullando como triste en estos días. Ese es un nahual. Por eso Raúl, vete con cuidado-
-Si Don Chavelo – Respondió Raúl
Recostado en su petate, José escucho a lo lejos el aullido de un lobo. Puso atención, y por un momento, creyó sentir  la tristeza en el aullido. Se sentía un poco de soledad y melancolía en el aullido. Sintió un poco de pena por el nahual.
Al día siguiente, Raúl estuvo muy callado. José  intento hablar con él, pero no logro sacarle mucho y decidió dejarlo tranquilo.
Por la noche no hubo ningún aullido.
Dos días después, Raúl estaba de mucho mejor humor. Bromeaba como siempre, trabajaba como siempre y era feliz, como siempre.
Ya en la noche, mientras José  tomaba café sentado bajo la luz de su casa. Escucho a lo lejos el trotar de un caballo, y luego un ligero relinchido muy cerca, casi como un susurro. Intrigado dejo su taza de peltre a un lado y salió de su casa. Aguzando el oído, camino lentamente por la ladera y la luz de la luna le mostraba el camino. Pronto vio movimiento y se detuvo. Ante él, estaba un caballo de color negro, de pelo  tan lustroso que brillaba a la luz de la luna llena. El caballo volteo y camino alrededor del joven, curioso, abría las aletas nasales oteando el aire, curioso, cauteloso.
José no se movió, reconocía los indicios de un caballo que no había sido domado. Se preguntaba de donde vendría este. Nadie del pueblo, ni de los alrededores había reportado un caballo perdido, y no había en los ranchos de alrededor ningún caballo negro como este. Y además, había ocasiones en que caballos se escapaban y vagaban solos por los campos durante días.
Se quedó quieto y se sentó lentamente. Quería que el caballo lo viera como algo que no representaba ningún peligro.
El caballo se acercó y olio a José. Se quedó cerca de él un rato y luego simplemente se alejó sin prisa.
José sabía que posiblemente mañana regresaría el caballo.
Al siguiente día, José le conto con mucho entusiasmo todo a Raúl. El caballo, la caminata y todo. Raúl se mostró muy interesado y le dio varios consejos a José para  que pusiera en práctica por si el caballo regresaba por la noche. José se sorprendió de todo lo que sabía Raúl sobre caballos.
En la noche, José se sentó a tomar café como todas las noches, bajo la luz del foco de su cuarto. Y nuevamente escucho los cascos ligeros rondando. Salió lentamente  y llego al lugar donde había visto al caballo. Saco un poco de comida y la puso en el piso frente a él. El caballo salió de las sombras y se acercó. Dio un rodeo y lentamente caminó hacia a José. Olio la comida. Tardo un poco pero como un poco. Rodeo a José y se fue.
Paso una semana antes de que el caballo se dejara tocar y acariciar. José sabía que domar a un caballo tarda en algún tiempo. No solo quería domarlo, quería ganarse su confianza y lealtad.
En el día platicaba con Raúl de todo lo que pasaba con el caballo y por la noche esperaba al caballo para familiarizarse con él.
Raúl le daba muy buenos consejos para domarlo. Jamás había estado tan entusiasmado con algo. Decidió por el momento no contarle a nadie sobre el caballo, ya que tuviera domado al caballo entonces le contaría a su papa para que le ayudara a hacer un establo pequeño.
A la semana siguiente José llevo su sarape y probó a colocárselo al caballo. El caballo dudo un poco pero se dejó. Olio el sarape y pareció muy contento de tenerlo. Corrió un poco en círculos y después regreso a comer junto a José.
A la siguiente noche, José le puso el sarape y probó a montarse. El caballo reparo un poco, pero José apretó las piernas fuertes alrededor del cuerpo del caballo y abrazo el cuello. Lo acariciaba suavemente y le hablaba en susurros, hasta que el caballo se tranquilizó. Estuvo unos minutos arriba de él y después se bajó. El caballo lo miro, acaricio su mejilla con la suya y se fue.
La noche siguiente volvió a montarlo con el sarape y el caballo acepto su peso por más tiempo. José lo apretaba entre sus piernas mientras abrazaba su cuello. El caballo parecía disfrutar cada vez más sentir a José montándolo. Sintiendo su peso en el lomo. Cuando José bajo del caballo, el caballo froto su nariz contra la cara de José.
Noches después, José llevo una silla de montar. El caballo reparo un poco, relincho y se inquietó un poco. José se acercó lentamente y acaricio la cabeza del caballo, y le dio un beso en la mejilla. Le acaricio como a un amante, Raúl amaba a ese caballo y puso en sus palabras todo el amor que sentía por él. El caballo suspiro y se calmó. Se quedó quieto mientras José le colocaba la silla y se montó. El caballo reparo un poco pero José apretó sus piernas  y sujeto las crines negras del caballo. El caballo comenzó a reparar, brincando y moviéndose de un lado al otro. José se mantenía sobre el caballo, apretando las piernas y jalando las crines hacia atrás. Cinco minutos que duraron horas.
El caballo se fue tranquilizando poco a poco hasta que dejo de pelear. José se quedó montado un par de minutos más y desmonto. Acaricio al caballo y le dio de comer. El caballo comió de la mano de José y pasó su lengua por la cara de José cariñosamente.
Los días pasaron y José iba teniendo ojeras por las noches que pasaba con el caballo. No solo José se  encariño con el caballo, sentía como el caballo se encariñaba con él. Se frotaba mientras lo montaba, le gustaba acariciar al caballo, y el caballo disfrutaba el abrazo y el toque de sus manos. Montarlo, tocarlo, ambos disfrutaban esos momentos solos.
Una tarde, José le preguntó a Raúl que cual sería un excelente nombre para el caballo. Para el que pronto sería un caballo domado por él.  Raúl le dijo que cuando él quisiera saber que nombre le pondría, llevara sus botines y sus espuelas. Esa noche el caballo seria suyo y sabría qué nombre ponerle.
José miró fijamente a Raúl. Estaba tan entusiasmado que apenas noto que Raúl se veía cansado. Estaba ojeroso, y su cabello negro se veía desordenado, sus brazos morenos tenían rasguños y arañazos. Le pregunto si estaba bien, y Raúl le respondió que nunca había estado mejor en su vida. José no hizo más preguntas.
Un par de noches después, José Estaba listo para darle el nombre a su caballo. Llevo sus botines y las espuelas como le aconsejo Raúl. Camino en la oscuridad a donde siempre se veía al caballo. Coloco la silla de montar, sus botines y sus espuelas en un tronco de árbol y espero. Escucho ruidos y se levantó ansioso. Pero en lugar del caballo vio a Raúl caminando hacia él.
José estaba sorprendido.
-Buenas noches José, ¿listo pa darle nombre a tu caballo?-
-Si- respondió José – ¿qué haces aquí? – preguntó.
- Te diré la verdad acerca del caballo – respondió Raúl, mirándolo fijamente a los ojos. José sostuvo la mirada y entonces comenzó a entender. Esos ojos negros y profundos lo envolvieron como una cálida brisa de verano.
- Ya lo sabes ¿verdad José?- Raúl se quitó la camisa, dejando ver un torso fuerte y moreno. Marcas y moretones recientes en su espalda revelaban que había cargado algo pesado por varios días. – Yo soy el nahual que rondaba el pueblo, yo soy el lobo que merodeaba por tu casa, observándote porque deseaba estar contigo. Después de la carrera supe que lo que más deseabas era un caballo. Y me convertí en ese caballo que has domado todas estas noches. Desde que te vi montar por primera vez, deseaba con toda mi alma ser ese animal que montabas, deseaba sentirte sobre de mí, apretándome y apresándome con tus piernas. Deseaba sentir el bocado en mi boca y tus manos firmes sosteniendo mis riendas obligándome a tomar el camino que tú ordenaras. Todas  estas noches me entregue a ti, deje que domaras mi voluntad y mi cuerpo. Las marcas en mi cuerpo son las marcas de tu silla y de tu peso sobre mí. Y ahora quiero tener las marcas de tu fuete y tus espuelas. Quiero ser de tu propiedad. Si aceptas me convertiré en tu caballo por todo un año. Prometo ser un animal fiel y leal. Daré todo por ti.
José no sabía que decir.
Raúl lo tomo de la mano y lo llevo al tronco, con movimientos firmes pero suaves lo sentó en el tronco. Se puso de rodillas y le quito los huaraches de piel negra. Beso sus pies descalzos. Luego le puso los botines color miel y le ajusto las espuelas. Después levanto la vista y vio lágrimas en los ojos de José.
Raúl se quitó los huaraches y el pantalón, y desnudo se colocó a cuatro patas frente a José. Beso los botines color miel. – Te lo suplico José – dijo Raúl – Déjame ser tuyo, déjame ser tu caballo –
Por toda respuesta, Raúl escucho como José se levantaba y caminaba. Cuando pensó que todo estaba perdido, sintió el peso de la silla de montar en su espalda. Su alegría no tuvo límites cuando las fuertes manos de José le colocaron  el bocado y las riendas en su boca.
José nunca supo exactamente que paso en ese momento. Cuando se sentó en la silla miraba la espalda morena de su mejor amigo, y cuando jalo las riendas, un hermoso caballo negro relinchaba de felicidad abrazado por sus piernas.
José abrazo a su caballo y le susurro suavemente. – Tenías razón, esta noche encontré el nombre para mi caballo-
José sujeto firmemente las riendas y clavo ligeramente las espuelas en los costados del hermoso caballo negro que relincho de felicidad-
-Arre Fuego Negro, Arre –
José dio un fuetazo, y con un rápido galope, jinete y caballo se perdieron en la noche bajo la luz de la luna.




Salf/072017/ver2.4




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